‘¿Qué Significa Para Mí El Mes De La Herencia Hispana? Se Trata De Orgullo, Empatia E Ira’.
La diáspora hispana y latina es un mundo amplio, incluso dentro del universo cultural en una ciudad como Nueva York
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En este Mes de la Herencia Hispana, he estado pensando mucho en mis padres y en la vida que hicieron posible para mí. Crecer como puertorriqueño en Nueva York implica muchas preguntas sobre tu persona. Apenas había estado en la Isla, no hablaba español y no encajaba perfectamente en las ideas preconcebidas de sus habitantes. Nuestra familia tuvo que navegar a través de los prejuicios de otras personas, incluso dentro de nuestra propia cultura, mientras se mezclaba con un número indescifrable de otras culturas. Era mucho que procesar para cualquier joven, pero tuve la suerte de haber sido criado por padres que conocen la importancia de ser inclusivos y acogedores; que creían que la mejor manera de avanzar era juntos.
Mi madre, Jackie, llegó a la ciudad de Nueva York procedente de Puerto Rico en 1.976. Después de obtener su maestría, se convirtió en maestra y enseñó a una coalición de niños de familias, en su mayoría inmigrantes, en el sur del Bronx durante más de 30 años. Para muchos de esos niños y niñas, los problemas más urgentes en el hogar a menudo les impedían hacer del aprendizaje su máxima prioridad. Sin embargo, ella siempre se las arregló para impartirles algunos de sus conocimientos enciclopédicos de historia y estudios sociales, ¡porque confiaban en ella! Tiene una reserva inagotable de empatía, por lo que construye vínculos dondequiera que va y parece conocer a todo el mundo en su comunidad.
Waldemar, mi padre, vino de Puerto Rico al sur del Bronx cuando era niño, junto con sus tres hermanos. Para aquellos que no están familiarizados, el sur del Bronx es una parte de la ciudad de Nueva York que tiene una larga historia de lidiar con las consecuencias de las llamadas “líneas rojas”, el racismo sistémico, la violencia policial y la injusticia ambiental. Finalmente, se desempeñó como organizador comunitario, maestro, director, trabajador social, terapeuta, mentor y entrenador. Sigue siendo un misterio para mí cómo él hizo para mantener dos o tres trabajos, encontrar tiempo para ser parte de los grupos comunitarios boricuas, pasar tiempo con su familia y aún encontrar tiempo para ver a los Yankees.
Nuestra casa en Nueva York fue una buena metáfora de su actitud. Era común ver a los niños corriendo como locos dentro y alrededor de nuestra casa porque éramos de las pocas familias en nuestra cuadra que tenía un patio. A pesar de su apretada agenda, mis padres siempre estaban dispuestos a ayudar a nuestros vecinos. Ver a los niños después de la práctica de béisbol, ayudar con la tarea, arrojar algo de comida a la parrilla para todos, lo que fuese necesario, siempre se ofrecerían como voluntarios para hacerlo. La palabra “comunidad” era clave.
En los años 90, si les preguntabas si se consideraban ecologistas, probablemente se encogerían de hombros, sonreirían y dirían: “¡Claro!”. Naturalmente, aquí es donde aquel Juliancito entra en escena: Los viajes familiares al zoológico del Bronx se hicieron frecuentes, los ejemplares de National Geographic se dispersaban regularmente en mi casa, y Jackie y Waldemar no tuvieron más remedio que convertirse en fanáticos de Sir David Attenborough, el anfitrión de programas sobre el medio ambiente de la British Broadcasting Corporation. Me maravillaron y me impulsaron a pensar en cómo podría hacer la diferencia en mi comunidad y en mi mundo.
Conforme crecía, teníamos largas conversaciones sobre la relación entre el ambientalismo, el racismo, la pobreza y otras cosas más. Ser “ambientalistas” les resultó natural porque entendieron que las cuestiones de protección del medio ambiente son también asuntos de pobreza, de equidad, de política, de oportunidad, de organización y de educación. Para ellos era obvio que el ambientalismo iba más allá de las ballenas, los leopardos y las águilas que veían en Animal Planet; también se trataba de los inuit, los masáis de África del Este y, sí, los puertorriqueños también.
Cuando vi la oportunidad de inscribirme en un programa para estudiantes de minorías en secundaria que requería clases los sábados, además de la escuela normal aunado a más clases durante el verano y con una gran cantidad de tareas, me convencieron de que valía la pena. Me motivaban a despertarme antes del amanecer para terminar mi trabajo y luego me llevaban a mis clases en Manhattan. Cuando tuve la oportunidad de asistir a la escuela secundaria en otro estado, donde podría estudiar ciencias ambientales en el extranjero, no lo dudé por un segundo. Me suplicaron que lo hiciera; ya sabía que quería ser ambientalista. Querían que persiguiera mis sueños y compartiera mi pasión y servicio con los demás.
En la universidad, estudié biología de la vida silvestre y gestión de conservación en la Universidad de Delaware. Aunque me encantaba el tema, comencé a darme cuenta de que la zoología de investigación era a menudo una actividad solitaria y un campo que carecía de diversidad. Tuve un compañero de clase afrodescendiente que se convirtió en un científico increíble. Hasta el día de hoy, sigue luchando por la visibilidad de los científicos afrodescendientes y por su representación en ese campo.
Después de una crisis en el tercer año, decidí revisar las conversaciones sobre política que tuve con mis padres a lo largo de los años. Seguir ese camino es lo que me llevó a una carrera en derecho ambiental y la esperanza de poder, quizás, tener un impacto importante. Con Earthjustice, creo que eso es exactamente lo que estoy haciendo.
No se me escapa la suerte que tengo en mi carrera, mi voz y mi plataforma. Todos son consecuencia de una racha poco probable de buena fortuna de 32 años, de la que yo fui directamente responsable en cierta parte. Mis padres me impulsaron, removieron obstáculos en mi camino y me animaron. No todo el mundo tiene una fuerza de semejante naturaleza, y mucho menos cuando ambos padres están involucrados. Lamentablemente esa suerte tuvo un final abrupto este año, cuando mi padre falleció a causa de las complicaciones del COVID-19.
Aunque estaba jubilado, mi padre continuó trabajando parcialmente como terapeuta para menores autistas. Estaba en muy buena forma, esperando la próxima jubilación de mi madre y listo para pasar el resto de sus días relajándose, jugando tenis y disfrutando de la abuela. El virus, los individuos cómplices y cobardes en posiciones de poder que le robaron a él — y a mi madre — lo que ganaron juntos y el futuro que habían planeado, me enfurecen todos los días.
Entonces, ¿qué significa este Mes de la Herencia Hispana para mí? Representa orgullo y empatía, pero también ira. Y cuando me despierto todos los días y pienso en cómo proteger nuestra agua significa recordar que, para mis padres, el ambientalismo siempre ha sido una etiqueta, pero para una parte de un todo. Significa hacer las preguntas que me enseñaron a formular: ¿Quién tiene voz y quién no? ¿Quién tiene oportunidad y quién no? ¿Quién muere y quién no?
En conclusión, este mes también significa reconocer que las experiencias de mis padres como hispanos moldearon la forma en que respondieron a esos desafíos. La diáspora hispana y latina es un mundo amplio, incluso dentro del universo cultural más amplio de la ciudad de Nueva York. Como parte de esta cultura diversa y enrevesada, se abrieron a los demás y creyeron en la obligación moral de ayudar a las personas siempre que fuera posible. Por eso es que estoy aquí, y no puedo pensar en una mejor manera de honrar su legado y celebrar el nuestro como comunidad.
Julian Gonzalez serves as senior legislative counsel for Earthjustice’s Healthy Communities team in Washington, D.C., where he is the lead lobbyist on water policy. Julian partners with community members and NGOs across the country to push for laws and regulations ensuring that everyone has access to clean water, and ensuring that all of our rivers, streams, and lakes have strong protections from pollution.
Earthjustice’s Washington, D.C., office works at the federal level to prevent air and water pollution, combat climate change, and protect natural areas. We also work with communities in the Mid-Atlantic region and elsewhere to address severe local environmental health problems, including exposures to dangerous air contaminants in toxic hot spots, sewage backups and overflows, chemical disasters, and contamination of drinking water. The D.C. office has been in operation since 1978.