August 20, 2020
Cuando tenía 19 años, fui a clase con un cartel colgado alrededor de mi cuello. En un grueso marcador se leía: “El cambio climático es real”.
Como muchos, todavía sentía una pena inmensa por el futuro del planeta. Cuando crucé el campus de mi universidad en Gainesville, Florida, evité el contacto visual con mis compañeros de clase. Estaba nerviosa y avergonzada (todavía lo estoy, aunque solo un poco). Pero lo único que parecía más vergonzoso era permanecer en silencio. Quería saber quién dentro mi comunidad se sentía tan desconsolado o desconsolada como yo. Sabía que tenía que haber otros, pero no sabía cómo encontrarlos, así que llevaba una señal.
En retrospectiva, haber elegido portar el letrero ese día fue la culminación de mi evolución personal, chocando con eventos que tienen lugar a mi alrededor. Como muchas historias de aquellos que dejan de ser adolescentes para convertirse en adultos, todo comenzó con la imagen corporal. Esta era historia que me habían enseñado: ser delgada, ser bella (implícitamente, ser blanca) y ser amada, se volvió claramente falsa a medida que seguía más regímenes alimenticios. Comer solo zanahorias y apio no me hizo sentir más amada, sino aprovechada.
Mi creencia en el espíritu estadounidense de “levantarse por sí mismo” también comenzó a desmoronarse cuando noté que las personas que trabajaban más duro a mi alrededor eran las menos remuneradas. Esto incluía a los custodios de inmigrantes con quienes hablaba en el aula de mi madre después de la jornada escolar, así como a mi propia madre que recibió un recorte salarial para enseñar en una escuela privada con el fin de que mi hermano y yo pudiéramos asistir.
Todas las mañanas, en esa misma escuela privada, juraba lealtad a una bandera y una nación que prometía "justicia para todos". Sin embargo, vi matar a Trayvon Martin y a su asesino ser absuelto a unas pocas horas de mi casa. Estaba empezando a comprender que el patriarcado, el capitalismo y la supremacía blanca — cimientos tóxicos de nuestra sociedad — eran las mismas fuerzas que amenazaban el bienestar de las personas y el planeta.
Sabía que quería ayudar a lograr el cambio. Todavía no sabía que encontraría la salvación en las muchas otras personas que también lo hacen.
Resulta que no fui la única que miró a mi alrededor y se sintió desconsolado o desconsolada por lo que vieron. Existe una comprensión generalizada entre las generaciones más jóvenes de que hemos recibido una mano injusta; de que el planeta que estamos heredando se está convirtiendo en algo aterrador; y de que nosotros y nuestros hijos nunca podremos disfrutar de los lugares y experiencias más maravillosas de la vida porque el cambio climático, el racismo o la codicia nos los quitarán.
“No es de extrañar que la Generación Z sea la más agobiada del país.”
Algunos llaman a esta angustia psicológica “dolor climático” o “ansiedad ecológica”. Yo lo catalogo como un llamado a la atención.
Y en este momento de la historia humana, con muertes masivas, linchamientos modernos y decenas de millones de empleos perdidos, prestar atención puede ser devastador. Esto tiene resonancia entre los jóvenes, quienes se están graduando en la peor crisis de desempleo desde la Gran Depresión y están siendo afectados en casi todas las medidas de angustia económica alimentada por el coronavirus.
No es de extrañar que la Generación Z sea la más agobiada del país.
Afortunadamente, usar aquel cartel sobre el clima ese día eventualmente me condujo a otras personas. Mi maestra, que resultó ser una activista ambiental, me conectó con una nueva organización de justicia climática dirigida por jóvenes llamada Movimiento Sunrise.
En febrero pasado, en lo que parece ser otra vida, me uní a voluntarios de Sunrise para ir puerta a puerta y hacer que los jóvenes votaran en las primarias de New Hampshire. Mi discurso fue breve: “¿Estás triste por el cambio climático?” “Me, too.” “Yo también. Vota”.
Nunca olvidaré la noche de las primarias de New Hampshire. Con los ojos muy abiertos, miramos los proyectores que mostraban los resultados. Cuando era evidente que nuestro arduo trabajo marcó la diferencia, hicimos lo único que sabíamos hacer: romper en risas y llanto, entre canciones y bailes.
No conozco nada que afirme el sentido de la vida como una pista de baile llena de jóvenes que se han agotado en la lucha por una causa digna y que se han esforzado por cambiar el mundo. Éramos un puñado de chicos duros y afligidos que se habían unido para transformar su dolor colectivo en sanación — y, por un breve momento, hacia la victoria.
Parte de lo que hace este momento tan desafiante es que el coronavirus ha dificultado el acceso a una cosa que me ha mantenido firme y esperanzada a lo largo de los años: la comunidad.
Hoy en día, se supone que no debemos acercarnos a seis pies de otras personas, y mucho menos bailar entre nosotros o tocar puertas de extraños. Pero el planeta no se detiene porque haya una pandemia. De hecho, la crisis climática y el coronavirus se cruzan de manera inquietante que a menudo afecta más a las comunidades ya extenuadas por el racismo, la exclusión económica y la degradación ambiental.
A pesar de los desafíos del distanciamiento social, creo que no hay mejor antídoto contra la desesperanza que encontrar a otras personas que sienten lo mismo que yo y trabajar junto a ellas para enmendar lo que quebranta nuestros corazones.
Mi amigo Kaith, un organizador comunitario de Dream Defenders, lo expresó perfectamente: “En lugar de llorar, me organizo”.
Pero primero, me permití sentirlo todo. Me entrego al dolor. Pienso en las palabras de la experta del budismo Joanna Macy: “Si partes de nuestro mundo que amamos murieran, es de esperarse que lloremos. Estos sentimientos son respuestas normales y saludables. Nos ayudan a percatarnos de lo que está sucediendo; son también lo que despierta nuestra respuesta”.
Pienso en la calcomanía que dice: “No es señal de buena salud estar bien adaptado a una sociedad enferma”.
Me recuerdo que el dolor que siento por el mundo es solo un reflejo de nuestra interconexión; de que no estamos radicalmente solos. Hago que esta aceptación sea parte de mi rutina diaria; una parte normal y esperada de la vida. Para mí, eso ha parecido desarrollar una práctica regular de meditación, es decir, permitirme llorar y ver a un terapeuta. Para algunos de mis amigos, bailar o pasear es un método. El hilo conductor no es apartar la vista del dolor, sino crear el hábito de mirarlo directamente. Posiblemente esta acción te romperá el corazón, pero tal vez lo que el mundo necesita es más gente con el corazón roto.
Luego, miro alrededor y me pregunto: “¿Quién más está emocionalmente destruido por el estado de nuestro mundo? ¿qué están haciendo al respecto? ¿cómo puedo ayudar?”
Pregunto y respondo a estas inquietudes de manera constante. Luego, como parte de la moda Zoomer, sigo a los ayudantes en Twitter; aporto a sus campañas y me uno a sus organizaciones. Asimismo, soy voluntaria para sus proyectos, y hablo con mis padres y amigos sobre su trabajo. Ayudo a los ayudantes y, rápidamente, también me convierto en colaboradora.
Es aquí, en el espacio de la pena compartida y el compromiso en común, donde encuentro la manera de hacer frente a este despiadado mundo.
Trabajar junto a otras personas con el corazón roto es la práctica más curativa que conozco. Los ayudantes con el corazón roto son los que derriban sistemas injustos y dan a luz a otros nuevos y equitativos. Somos de lo que están hechos los movimientos sociales. Somos los que cambiamos el mundo.
Posdata
Mientras escribía este artículo, volví a buscar otra foto del letrero que llevaba a la universidad, pero terminé encontrando una diferente que había olvidado. Resulta que ese soleado día de otoño en la Florida cuando fui con ese cartel, había algo más que traía conmigo. Antes de salir de casa, tomé un marcador y escribí en mi brazo los nombres de todas las personas cuyo coraje y compañía quería convocar para superar mis miedos. Algunas de las personas que elegí y que conozco ahora son aterradoras y vetadas, y algunas todavía son héroes que admiro. Sin embargo, la raíz de mi intención parece incólume. Yo era neófita en todo esto, pues en muchos sentidos estaba sola. Pero aún sabía en mis entrañas que no podía hacerlo sola, por lo que ahora sé que cada uno de nosotros tampoco puede valerse por sí mismo.
Marcela Mulholland es subdirectora de temas climáticos para Climate at Data for Progress y es oriunda de la Florida.
Sobre Esta Serie
La crisis climática es producto de un sistema injusto que prioriza las ganancias financieras por encima de todo lo demás. Por mucho tiempo, la industria del combustible fósil y sus aliados se han beneficiado enormemente de este sistema, a menudo a expensas de las comunidades más vulnerables.
Es tiempo de luchar por soluciones climáticas que garanticen una justicia social, racial, ambiental y económica para todos y todas Lit: Historias a la Vanguardia de la Justicia Climática, busca resaltar estas luchas por la justicia climática, así como inspirar otros a defender sus comunidades y nuestro futuro.
Sabemos que no podemos lograr cero emisiones y un 100 por ciento de energía limpia por cuenta propia. Únase a nuestra lucha por alcanzar un mundo más justo y equitativo.